lunes, 6 de abril de 2020

No todas las polémicas son en el bar.

Puede que este post sea políticamente incorrecto y muy poco cauteloso.

Hace muchísimo tiempo que no piso este blog. En mi defensa, estuve escribiendo muchas otras cosas (me cuesta el ocio, las ideas se van acumulando en mi cabeza y necesito darles forma). ... Es intenso, pero confieso que nunca me aburro.

Entre libros - los que escribo y los que leo -, clases, cursos y demás, me surge inevitablemente la necesidad de zambullirme de lleno en un tema controversial. Con todo respeto y sin ánimos de ofender a nadie.

Quien me conozca personalmente sabe que nunca paro de leer y de investigar. El motivo es que siempre siento que no sé lo suficiente, que hay tanto más por aprender y que soy solamente una eterna discípula, que guarda el mayor de los respetos y admiraciones por quienes me brindan amorosa y generosamente su saber, su tiempo, su energía, su mirada y su sostén pedagógico. Sin embargo, sí doy clases de canto hace un tiempo respetable (el año que viene van a ser veinte años, uf, qué barbaridad pensarlo) y algunas cosas, empiezo ya a entenderlas.

Una de estas cosas es que no hay trucos mágicos. No hay atajos ni secretos. Como todo aprendizaje verdadero, genuino, profundo y duradero, el estudio del canto lleva años, décadas y una vida (si es que no varias, vaya uno a saber). Depende en inmensa medida de nuestra creciente capacidad y disposición para el autoconocimiento, de nuestra paciencia, nuestra habilidad (también perfectible) de disfrutar de los procesos; de nuestra percepción de nuestro cuerpo, la comprensión de sus procesos, de sus sutilísimas interacciones; de nuestra estructura psíquica y emocional, con sus selvas frondozas de creatividad y sus tercas resistencias. Aprender canto toma tiempo; un tiempo hermoso y preciado.

Nadie va a enseñarnos a cantar en un curso de treinta días y nadie va a darnos la fórmula del éxito. El secreto de la técnica vocal es la observación, la curiosidad, la paciencia y la sensibilidad. El secreto para ser un gran intérprete es la capacidad de mirar hacia dentro y hacia fuera; de ser honestos respecto de quienes somos y de quienes queremos ser, y de ser humildes para ver lo que las canciones tienen para darnos, sin pisotearlas de antemano con interpretaciones y proyecciones de nosotros mismos. En todo esto, por supuesto, mi camino recién inicia; no pretendo ser eximia en ninguna de estas cosas.

Sin embargo, vivimos en una época facilista y resultadista, que de tanto reality show nos convenció de que podemos aprender a cantar escuchando lo que tiene para decirnos algún cantante más o menos decente, internacionalmente conocido quizás, que decidió contarnos cómo cree que hace lo que hace, o mostrarnos con qué ejercicios aprendió a educar su muy talentosa voz, sin tener en cuenta que no nos conoce, jamás nos vio en persona, y que cada individuo es único e irrepetible, con un cuerpo, una mente, una historia y un modo de aprender únicos e irrepetibles. Compramos fórmulas.

Cantar es un camino hacia la expresión del yo. Un yo que raramente conocemos y que está en permanente cambio ("lo único permanente es el cambio" dice Lao Tsé). Sería ilusorio pensar que alguien, en cuatro simples pasos, pueda decirnos qué hacer para cantar, y ¡voilá!, todo salga de mil maravillas.

No compren fórmulas prefabricadas. No crean tutoriales que prometan magia. No le crean más a un ejercicio que a sus propias sensaciones de comodidad o incomodidad.

Los maestros hacen falta. Los que nos miran de cerca; los que se toman el tiempo para conocernos. Los que estudiaron y estudiarán todas sus vidas para tratar de entenderse y de entendernos, y ayudarnos a conocernos mejor.

No solamente ellos merecen ese reconocimiento, que hoy cualquier tutorial que promete éxito inmediato echa por tierra; nosotros nos merecemos ser aprendices, observados amorosamente, valorados, cuidados, escuchados y acompañados en nuestros procesos.

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